sábado, enero 28, 2006

Mal Viaje.


Perdido en mi habitación,
busco en el cajón,
alguna pastilla,
Que me pueda relajar.
Mecano.


Todo está deforme. Las cortinas parecen arder en llamas. A mi lado yace Cristel, tiene el rostro carcomido por las ratas. Junto a ella una jeringa. La punta oxidada tiene rastros de sangre.

La cama está infestada de insectos y gusanos. Falta poco para que consuman por completo el cuerpo de Mikael. El orificio en mi brazo empieza a palpitar con cada latido de mi corazón. Con una lentitud inverosímil se empieza a verter mi sangre sobre la alfombra, luego pus, no soporto la peste.

Me levanto y camino hacia la puerta del baño. Tropiezo con otro cuerpo. No alcanzo a reconocer quien esta bajo de mí. No tiene cabeza, le faltan las piernas. Vuelvo a intentar llegar al baño. En la puerta hay algo que se empieza a mover.

Avanzo lento. El piso lleno de sangre coagulada me hace resbalar varias veces. Unas voces me llaman. Detrás de las paredes se oye como si alguien estuviera rascando para abrir un orificio.

No entiendo que es lo que se encuentra bloqueando la puerta del baño. Parece ser alguien. Tiene el cuerpo rojo como si estuviera quemado. Miles de ampollas cubren sus llagas. No puedo distinguir si tiene ojos. El olor es insoportable.

Desisto de ir al baño, trato de salir de ahí. Me encuentro perdido. Detrás de mí los cuerpos de mis amigos bailan alrededor. Caras borrosas, risas macabras. No soporto la luz que sale de sus ojos.

Corriendo llego a donde se encuentra mi cama. Quiero abrir el cajón de mi buró, miles de manos me impiden abrirlo. Luchando alcanzo a sacar un frasco de pastillas azules, verdes, rosadas. Tomo tres de un solo golpe.

Todo parece volver a la realidad, me relajo. Estoy de vuelta, disminuyen las alucinaciones. Mis amigos se retuercen en la alfombra, siguen viajando dentro de su mente. Solo ha sido un mal viaje, nada más. La puerta sigue bloqueada por esa cosa. Se acerca hacia mis amigos. Empiezo a preguntarme si es real.

miércoles, enero 04, 2006

La Balsa.


Después de treinta días navegando a la deriva, de los veinte sobrevivientes de aquél diluvio, sólo quedaban quince. El hambre y la sed habían cobrado sus victimas. La esperanza y la fe se habían terminado cuando la tempestad cesó su furia sobre la endeble y precaria balsa.

El sol se asomó tímido al oriente desgarrando las pupilas de los náufragos, que se habían acostumbrado al terror de la noche eterna. Se encontraban en medio de un gran océano, rodeados de cadáveres y desolación, cientos de tiburones los seguían de cerca esperando alimentarse. En ese momento desearon que se volviera a ocultar el sol para escapar de la terrible realidad. No sobrevivirían, esa era la verdad.

Sólo se escuchaban lamentos y chillidos. Seguían rezando, otros maldecían al creador. Pero todos guardaron silencio cuando uno de ellos se dirigió a todos con voz fuerte y decidida.

— ¡Escúchenme, todos!—gritó.
—Es verdad que no hay esperanza, que todos moriremos ¿Pero no es eso lo que todos esperamos que nos suceda algún día? Si no tuvimos la entereza para saber vivir en paz y armonía, déjense de quejar y acepten la muerte con dignidad.

Nadie dijo nada, un silencio sepulcral inundó a todos. Los rostros desencajados, las miradas tristes, cuantas cosas sin terminar, vidas desperdiciadas, tantas palabras sin decir. Era el fin de los tiempos.

De pronto el que habló con ellos se levantó emocionado. Señalaba al horizonte rebosante de felicidad.

— ¡Por fin!— gritaba extasiado.
—Nos han escuchado, vienen por nosotros, prepárense, la pesadilla ha terminado.

Los demás voltearon hacia donde señalaba el hombre, resignados esperaron el fin. Tomados de la mano y abrazados recibieron el último golpe. Una enorme ola los tragó para siempre.