miércoles, enero 04, 2006

La Balsa.


Después de treinta días navegando a la deriva, de los veinte sobrevivientes de aquél diluvio, sólo quedaban quince. El hambre y la sed habían cobrado sus victimas. La esperanza y la fe se habían terminado cuando la tempestad cesó su furia sobre la endeble y precaria balsa.

El sol se asomó tímido al oriente desgarrando las pupilas de los náufragos, que se habían acostumbrado al terror de la noche eterna. Se encontraban en medio de un gran océano, rodeados de cadáveres y desolación, cientos de tiburones los seguían de cerca esperando alimentarse. En ese momento desearon que se volviera a ocultar el sol para escapar de la terrible realidad. No sobrevivirían, esa era la verdad.

Sólo se escuchaban lamentos y chillidos. Seguían rezando, otros maldecían al creador. Pero todos guardaron silencio cuando uno de ellos se dirigió a todos con voz fuerte y decidida.

— ¡Escúchenme, todos!—gritó.
—Es verdad que no hay esperanza, que todos moriremos ¿Pero no es eso lo que todos esperamos que nos suceda algún día? Si no tuvimos la entereza para saber vivir en paz y armonía, déjense de quejar y acepten la muerte con dignidad.

Nadie dijo nada, un silencio sepulcral inundó a todos. Los rostros desencajados, las miradas tristes, cuantas cosas sin terminar, vidas desperdiciadas, tantas palabras sin decir. Era el fin de los tiempos.

De pronto el que habló con ellos se levantó emocionado. Señalaba al horizonte rebosante de felicidad.

— ¡Por fin!— gritaba extasiado.
—Nos han escuchado, vienen por nosotros, prepárense, la pesadilla ha terminado.

Los demás voltearon hacia donde señalaba el hombre, resignados esperaron el fin. Tomados de la mano y abrazados recibieron el último golpe. Una enorme ola los tragó para siempre.

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