domingo, marzo 05, 2006

Sánchez. Capítulo II.

Eran las dos de la mañana cuando el teniente Sánchez oyó sonar su teléfono celular. Por muchas noches, temió recibir esa llamada, estaba dentro de sus pesadillas. Gritos espeluznantes de mujeres gritando por ayuda.
Atraviesa un bosque a oscuras, no puede ver más allá del alcance de sus manos. A lo lejos gritan su nombre. Cada vez con más fuerza y más cerca. Conforme avanza se hunde en un liquido espeso y caliente. Con cada paso se hunde más y más. El líquido empieza a meterse a su boca, nariz y oídos. Siente el sabor amargo de la sangre en su garganta. Intenta nadar pero es inútil, se ahoga sin poder evitarlo. Despierta bañado en sudor, algunas veces se descubre llorando, otras veces sus propios gritos lo sacan de las profundidades de su sueño.
— ¿Si diga?
— ¡Teniente Sánchez! ¡Tiene que venir! ¡Ha ocurrido otra vez!—se escuchó del otro lado de la línea.
— ¿Dónde ha ocurrido?—preguntó Sanchez—que buscaba la hora en su despertador.
—En la calle 16 cerca de la Iglesia del Sagrado Corazón—era Jiménez, su compañero investigador.
— ¡Voy para allá! Pero dígame Jiménez ¿Cómo saben que es el mismo?
—Teniente, no quiero hablar de esto por teléfono. No creo que exista otro asesino como éste. Es más, no creo que pueda volver a dormir sin tener pesadillas. Venga pronto y prepárese, éste ha sido el peor—y colgó.
Sánchez se quedó acostado por un momento. Trató de convencerse así mismo que no es más que un sueño. Pero estaba equivocado. No era otra de sus pesadillas. Tras colgarse su placa, tomó su pistola que tenía bajo la almohada y se vistió.
José de Jesús Sánchez, hombre mediano de treinta y cuatro años, moreno de cabello rizado y negro, de mirada seria y triste, nació en la ciudad de Teziutlán estado de Puebla, de familia muy humilde. Su padre emigró con toda la familia a la ciudad de México en busca de una mejor vida para sus hijos y esposa, murió asesinado por resistirse a un asalto a la salida de su trabajo.
Sánchez y su madre que lo esperaban a una esquina de su trabajo lo vieron todo. No pudo defenderse. Uno de los asaltantes lo tomó por la espalda, el otro hundió su cuchillo tantas veces que se bañó con su sangre. El dinero no pudieron arrancárselo de sus manos que se aferraron tanto a los pocos billetes que tenía, que fue difícil para los forenses después enderezar sus dedos a su posición natural.
Desde ese día juró que no descansaría hasta encontrar a los asesinos y vengarse, pero no sucedió así. Su madre lo convenció para que estudiara y fuera alguien de provecho. Se dio cuenta que la única manera para sobrevivir en la ciudad era estudiando. Se inscribió en la academia de policía. Desde ahí pensó que algún día se encontraría con los asesinos de su padre y los encarcelaría, algo que no pudo cumplir. En cambio, encarceló a muchos más, se convirtió en el mejor policía investigador del país. Cuando se encontraban con algún crimen difícil de resolver, siempre era a él al que llamaban. Su madre murió sintiéndose orgullosa de su hijo, por lo que con tanto esfuerzo logró, pero se quedó con las ganas de ver a su hijo casado y de ser abuela.
En el camino hacia la escena del crimen, Sánchez hacía un recuento de los asesinatos. El primero fue el de una mujer de veinticinco años. La encontraron en su apartamento. Desnuda, sin cabeza, atada de pies y manos. No fue violada pero le cortaron los pezones y mutilaron sus órganos sexuales. El arma probable, un bisturí. En el lugar no se encontraron huellas dactilares ni signos de pelea. En resumen, ningún rastro, sólo sangre, mucha sangre. Las investigaciones arrojaron la siguiente información: la chica se llamaba Martha Arellano Cruz. No estaba casada ni tenía hijos. En su trabajo nadie supo decir si tenía novio, ni que tuviera parientes en la ciudad. No tenía amigos y según los testimonios de sus compañeros de trabajo, a pesar de ser una mujer atractiva tenía un “no sé qué” que ahuyentaba a los hombres.
—Era mejor no acercarse a ella. Estaba siempre tan ocupada, clavada en su computadora— dijo su compañero—, que se sentaba en el cubículo próximo. Cosa que resultaba bastante rara para su jefe.
El gerente de aquella oficina de seguros declaró que ella siempre estaba atrasada en su trabajo, por lo que sospechaba que se pasaba horas perdiendo el tiempo navegando en la red o en las salas de Chat. Una práctica que no podía erradicar dentro de la empresa, pero de eso nadie estaba seguro.
La cabeza de la infortunada mujer fue hallada después envuelta en una toalla, sin lengua y sin ojos. Fueron unos niños los que la encontraron tan sólo a una calle de donde vivía. En un principio pensaron que era un animal muerto dentro de un basurero.
Sus vecinos tampoco ayudaron mucho, todos declararon que sólo la veían salir y regresar de su trabajo. Nadie la visitaba. La noche del crimen nadie oyó ni vio nada. En su departamento todo estaba en orden ni faltaba nada. Era un crimen perfecto no había ni por donde empezar.
—En cuanto reciba el informe del forense se pondría a investigar más a fondo—pensó. Pero luego vino el segundo asesinato, dos días después.
Ésta vez fue otra mujer. De casi sesenta años, soltera, maestra de profesión, aunque llevaba diez años de jubilarse. Fue encontrada en un basurero dentro de una bolsa. Su cuerpo desnudo se encontró cortado en pedazos. Los brazos, piernas y cabeza fueron separadas del tronco. No hubiera sido posible identificarla de no ser por el anillo de graduación que portaba.
Al igual que Martha, Josefa Martínez del Valle, no era casada ni tenía descendencia, vivía sola en la ciudad. Su vecina contó que nadie la visitaba, excepto su hermana, la cual vivía en Francia, pero que sólo lo hacía cada verano. Jiménez estuvo intentando contactarla sin éxito. Los números telefónicos que se encontraron eran de un hotel y el otro de una casa donde la hermana vivió y ahora nadie sabía de ella, sólo esperaban que en la embajada de México en Francia tuviera más suerte.
— ¿Quién pudo haber hecho esto?—. Se repetía Sánchez una y otra vez. En sus diez años de servicio no había vivido nada así. Éste era sin duda el peor caso.

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