viernes, mayo 26, 2006

El guante olvidado.

La consternación de Pedro era por demás obvia. Sudaba a cántaros. El pulso lo tenía aceleradísimo. Cómo pudo cometer ese error tan grave. Lo tenía todo bien planeado. Había estudiado a Perla días enteros. Sabía todos sus movimientos, las entradas y salidas a su casa. A que hora se bañaba, que ropa se pondría. Todo, la conocía más que así mismo.
Tenía que pagarle. Se lo advirtió. Aún no podía creer que anduviera por ahí, como si no hubiera pasado nada. Pero había llegado la hora de cobrarse todas las humillaciones. Aún recuerda cuando delante de mucha gente le gritó que no era más que un gusano, que dejara de molestarla. Cuando le envió un precioso ramo de flores y ella sin siquiera olerlas, las tiró al basurero.
Esa noche aprovechó que había dejado una ventana abierta para escabullirse en su recámara. Se escondió en la oscuridad de su departamento a esperarla, no tardaría mucho tiempo. Faltaba poco para que llegara de su trabajo. Mientras tanto contaba cada segundo. Escudriñaba cada rincón de aquél impecable cuarto decorado a la italiana. Se puso unos guantes de látex con mucho cuidado. Sacó el cuchillo que había afilado toda la tarde y se acomodó dentro del closet en espera que ella acudiera a su cita con la muerte.
Ella llegó puntual, a la hora de siempre, como había previsto Pedro. Ella se tomaría un baño antes de acostarse como era su costumbre. Disfrutaría de verla por última vez. Abrió un poco la puerta para poderla espiar.
Perla se desnudó con mucho cuidado, como en cámara lenta. Primero la blusa roja de seda, la falda negra, el sostén rojo que hacía juego con la brevísima tanga de satín. Pedro, escondido admiró por última vez aquellos senos por los que había perdido la cabeza. No soportó más, ahora la odiaba y tenía que morir.
Se abalanzó sobre la mujer que se vio sorprendida. Desnuda e indefensa ante el filoso y frío cuchillo de su atacante. Le asestó veintisiete golpes. Los últimos diez por la espalda cuando quiso huir. Cuando vio tendida a su presa sobre el piso, se quitó un guante para acariciar con fuerza y desesperación los pechos de la pobre fémina cuyos pezones sanguinolentos apuntaban hacia el techo.
Después de saciar su sed de sangre y de lujuria entró al baño a lavarse. Se quitó la ropa empapada y sacó una nueva muda de ropa. La mojada la guardó en una bolsa de plástico que más tarde tiraría a la basura. Se vistió de nuevo lo más rápido posible y abandonó el lugar dirigiéndose a la estación del tren. Fue cuando se dio cuenta. Había olvidado un guante ¿O se le cayó cuando manoseó lascivamente a su victima? ¿Se cayó cuando volvió a salir por la ventana? Ya no recordaba.
Tenía que regresar por él. Sabía que tarde o temprano la policía encontraría huellas digitales donde hubiera tocado su mano desnuda (los pechos de la infortunada para empezar). Se puso a temblar de la desesperación. De sólo de pensar que tendría que volver al sitio del crimen a borrar toda la evidencia y encontrarse con el cadáver de nuevo. Lo más seguro era que estuviera en medio de un gran charco de sangre. Dejaría más huellas.
Mientras volvía al sitio del crimen pasaban por su mente cada gesto, los rictus de dolor. El sonido de la carne cada vez que se hundía su cuchillo. Los gritos de súplica. Estos pensamientos lo calmaron por un momento. El dulce sabor de la venganza no era tan malo después de todo. Sólo tendría que recoger el guante, borrar sus rastros y regresar a la estación.
Se deslizó de nuevo por la ventana. Se puso el guante que le quedaba y entró a la recámara. No encontró ni el guante ni el cadáver. Volteó a su derecha y en el reflejo del espejo se encontraba Perla. Su cuerpo lleno de heridas. Bañada en sangre.
—¿Olvidaste algo?—le dijo con una sonrisa grotesca.Al otro día los encontraron. A él con los ojos en blanco, el rostro pálido. Se había tragado su propia lengua. Nadie supo lo que en realidad pasó esa noche. Había dos cadáveres, cada uno sosteniendo un guante.

domingo, mayo 21, 2006

Sánchez. Capítulo IV.

Sánchez abrió los ojos, una fuerte luz lo iluminaba, se encontró con la cara de Jiménez que lo veía consternado.
— ¿En donde estamos?—preguntó con voz cansada.
— En el Hospital General—oyó decir a lo lejos.
— ¿Qué me pasó? ¿Por qué estoy aquí?—
—Va a estar bien Teniente, sólo fue el golpe—sonrió Jiménez que le daba una palmada en la mano ¡Pero qué susto me dio!
Sánchez quiso levantarse pero una punzada en la nuca lo detuvo— ¿Pero qué demonios sucedió?—insultó a lo bajo sobándose la nuca.
—Es mejor que descanse Teniente, mañana lo pondré al tanto— se despidió Jiménez que cerraba la puerta.
Tras de él, entró una enfermera que con cara sonriente sostenía una enorme jeringa.
—Le voy a inyectar un tranquilizante para que descanse—le dijo. Que sueñe con los angelitos.
No supo cuanto tiempo transcurrió. Para él ni cinco minutos, abrió los ojos.
—Ese tranquilizante no me hizo nada—pensó.
El cuarto estaba en la oscuridad total y había un silencio tan grande que podría oír la respiración de una hormiga, la cama la sentía como si fuera un témpano de hielo. Se quiso levantar pero no le respondía ninguna parte de su cuerpo, de pronto escuchó pasos que venían lejos y que poco a poco se hacían más fuertes. De pronto los pasos se detuvieron, la manija de la puerta se movía y esta se abrió como en cámara lenta. No podía ver quien era la persona pero si podía sentir su mirada. Podía escuchar su respiración agitada. En ese momento empezó a acercarse y fue al fin que pudo verlo. Una persona alta vestida como doctor y con tapaboca se le acercaba. En la mano derecha tenia un bisturí. Quiso gritar y preguntar quién era pero parecía que estaba congelado. Iba a abrir la boca cuando la persona lo atacó. Sintió como le cortaban de un tajo el vientre. Aún así no podía ni gritar ni moverse. Recibió otro corte en el cuello y un chorro de sangre salió disparado de su yugular, esta vez gritó con todas sus fuerzas ¡Que alguien me ayude!
— ¡Teniente, despierte! — le gritaba Jiménez.
—Es sólo una pesadilla— le habló quedo tratando de calmarlo.
—Cálmese y vístase, lo invito a desayunar tenemos mucho de que hablar— y salió de la habitación.
Sánchez se incorporó con lentitud. Estaba empapado en sudor y la cabeza le daba vueltas. No aguantó el mareo y se puso a vomitar. “¡mierda! pero que mal me siento”, se dijo así mismo, pero aún así se levantó y caminó tambaleándose hacia la percha donde colgaba su ropa. Dejó caer la bata a sus pies quedando desnudo cuando se abrió de improviso la puerta.
—Disculpe usted Teniente, no esperaba verlo levantado—dijo la enfermera apenada que enseguida volteó la cara.
—No, no, no hay cuidado—tartamudeó Sánchez aún más apenado subiéndose rápido los boxers.
—Ya me siento mejor y la verdad no puedo esperar más, tengo muchas cosas que hacer—siguió diciendo Sánchez colocándose el pantalón.
—Pero aún no ha firmado su alta el Doctor Estrada—aclaró la enfermera.
—Pues le agradezco mucho su preocupación señorita pero yo me largo, muchas gracias por todo— respondió Sánchez vistiéndose, le guiñó un ojo y cerró la puerta.
Jiménez lo esperaba dentro del auto a la entrada del hospital, en cuanto lo vio le tocó el claxon, Sánchez le hizo una seña de que ya lo había visto y se dirigió hacia él.
—OK, dime todo lo que sabes—interrogó Sánchez dejando caer todo su peso en el asiento.
—Claro que si Teniente, no coma ansias, en el camino le digo—musitó poniendo en marcha el auto y salía a vuelta de rueda de aquél lugar.
— ¿A dónde quiere ir a desayunar, Teniente?—preguntó encendiéndose un cigarrillo.
—A donde sea, no me importa, de todas maneras me siento mareado no creo poder comer nada, pero no me la sigas haciendo de emoción y dime de una vez por todas que carajos sucedió—replicó un poco desesperado.
Jiménez le dio un buen jalón al cigarro y después de sacar todo el humo por fin le dijo.
—Pues en realidad no sé qué decirle Teniente; no sabemos que fue lo que sucedió en realidad; usted tardó demasiado en salir que no supe que hacer; le grité pero no me respondió y cuando me decidí entrar lo encontré tirado en un charco de sangre, por un momento pensé que estaba muerto.
— ¿Pero quién me atacó?
—No encontré a nadie en la habitación, cometimos un grande error, no reparamos en que ese edificio tiene escaleras de emergencia por si hay un incendio, su atacante huyó por la ventana—confesó Jiménez mientras veía el retrovisor.
—Parece ser que el que lo atacó sólo entró a despedazar una computadora—reveló un tanto extrañado.
— ¿Una computadora?—preguntó Sánchez aún más confundido sobándose la cabeza.
—Se llevó el disco duro, lo demás lo hizo añicos—reveló Jiménez cuando se estacionaba frente a un puesto de tacos y tortas.
— ¿Seguro que no quiere nada teniente?—volvió a preguntar bajándose del auto.
—No, pero te acompaño con un café—contestó.
Los dos se dirigieron hasta el fondo del local, era muy pequeño pero limpio, las mesas y sillas eran de plástico, en las paredes colgaban fotos de jugadores de fútbol algo maltratadas.
—Mire teniente, el Cabrito Arellano—exclamó Jiménez emocionado al reconocer a su ídolo, Sánchez ni se inmutó. Se sentó e hizo señas a la mesera, que enseguida se acercó.
—Por favor un café bien cargado—ordenó Sánchez.
—Y para mí una torta de chorizo, también bien cargada y su respectiva Coca Light, para la dieta—bromeó Jiménez.
—Enseguida se los traigo— dijo la mesera que no paraba de sonreír.
—Bueno Jiménez, dime ¿Encontraron alguna pista en la escena del crimen?— preguntó volteando a ver a la mesera cuando se alejaba.
—No, ninguna, tampoco en el departamento de la víctima —contestó Jiménez que tampoco dejaba de ver a la mesera, quien para su mala suerte en ese momento los volteaba a ver.
— ¡Vaya, nos ha visto! —suspiró Jiménez muerto de la pena.
— ¿Y qué sabes de la hermana de la segunda víctima, ya te comunicaste a Francia? —inquirió Sánchez que le regresaba la mirada a Jiménez como si nada.
—Pues hasta ahora no hay noticias de ella, parece que se la tragó la tierra—ahora Jiménez fijaba su vista en las fotos de fútbol.
—Por cierto me dijo el forense que mandó el resultado de las autopsias, deben estar en su escritorio en este momento— añadió.
—Averiguamos también que la última víctima tampoco tiene familia, era huérfana, se crió en un orfanato en el estado de Guerrero.
—Pues te apuras a desayunar y nos vamos a la jefatura, además tenemos que ir a ver al cura, necesito hacerle algunas preguntas.
— ¿Sabes si se revisó la casa de la segunda victima? —indagó Sánchez con cara de que se le había olvidado algo importante…
—Pues se registró la casa, se buscaron huellas digitales sin encontrar nada raro, lo más extraño fue lo que hallé cerca de la entrada cuando estuve listo para abandonar el lugar, encontré unas fibras de color rojo, parecen de alguna alfombra, busqué en todo el departamento y no encontré nada de ese color — respondió Jiménez que veía a la mesera cuando regresaba con sus bebidas.
—Y dime Jiménez ¿de casualidad recuerdas haber visto alguna computadora en el departamento?— inquirió Sánchez antes de darle un buen sorbo a su café y agradecía a la mesera con una sonrisa.
Ésta vez ninguno de los dos volteó a verla y ninguno se percató que ella si los miraba.
— ¿Sabe Teniente? Ahora que lo menciona, si hay una computadora pero no estaba a la vista, estaba empacada dentro del closet— reveló Jiménez que ahora buscaba con la mirada su torta que no llegaba.
—Pues manda a buscar esa computadora, me parece que podemos encontrar algo interesante ahí, estoy seguro que las fibras las dejó alguien que fue a buscar esa computadora y no la encontró, estoy seguro que quiso deshacerse de ella como sucedió con la última víctima, también necesito que mandes a examinar esas fibras, me parece que estamos cerca de ese mal nacido—ordenó Sánchez que daba otro sorbo a su café.
— ¡Por fin mi torta!— prorrumpió Jiménez que la veía venir como si fuera la última del planeta.
—Pues ojalá y sea pronto por que lo más seguro es que vuelva a asesinar— dijo Jiménez que mordía la torta casi hasta la mitad, ¡ummm! …

domingo, mayo 14, 2006

El último brindis.


En un fino restaurante una pareja de amantes se encontraba en la última mesa. Platicaban indiferentes a los demás que ahí cenaban. Sus copas estaban vacías. No habían tocado la botella de vino tinto que se hallaba en la mesa.
—¿Cuántos años llevamos de vivir juntos? He perdido la cuenta.
—Han pasado más de cien años. Pero para mí ha sido muy poco.
—¿Recuerdas, cómo nos conocimos?
—Como olvidarlo. Tan pronto te vi, supe que sería tuya para siempre.
—En cambio yo. Pensé que sería la primera y última vez que te vería.
—¿Qué te hizo pensar eso? ¿Lo dices por el hábito que vestía?
—No creí que fueras a renunciar a él tan fácilmente.
—Pues te equivocaste conmigo.
—Es algo que no sé a quién agradecer. Si al de arriba o al de abajo.
Los dos soltaron la carcajada al mismo tiempo. Los demás los vieron por un segundo para después continuar en lo que estaban.
—¿Te arrepientes ahora?
—No, nunca lo haré.
—¿No te importó el que haya acabado con tus demás hermanas del convento?
—Así como no me dolió el que hayas matado a mis padres.
—No sabes como me hiere que me digas todo esto. Haces más difícil mi partida.
—¿Qué estás diciendo?
—Ha llegado el momento de despedirnos. Por eso es que te he traído hasta aquí esta noche. Debes conseguir un nuevo compañero.
—No puede ser cierto. No beberé tu sangre. No te cambiaré.
—Entiende, mi tiempo ya ha terminado.
Él se puso de pie. Mató a las parejas que se encontraban cenando. Al ver correr la sangre, ella no pudo evitar unirse al festín. Se encargó de los meseros y empleados del lugar que intentaban huir. Se convirtió en una auténtica carnicería humana. Sólo quedó un joven que no paraba de llorar. Llenaron sus copas de sangre.
—Brindemos por la última noche juntos—dijo él.
Bebieron hasta saciarse. Se fundieron en un abrazo. Sintió como palpitaba la yugular de su amado. Hundió sus filosos colmillos. Le arrancó la vida poco a poco. Cuando se quedó sola con el único sobreviviente, lo tomó de la mano para luego besarlo.
—Nos llevaremos muy bien, te lo aseguro…

Hombres de Blanco.


Despertó de pronto. No entendía por qué debía ponerse ese traje blanco, ni por qué debía esconder su cara tras esa máscara puntiaguda. Seguía a pie la procesión de jinetes encapuchados. La luz de sus antorchas iluminaba la noche sin estrellas. Escuchó que desde ese día, pertenecía a algo así como un concejo. Le llamaban el clan. Era su noche de iniciación. Cuando fuera el momento el gran sacerdote le daría instrucciones.
“Debo estar soñando”, pensó. Siguieron por un sinuoso camino. La caravana de pronto se detuvo. Varios jinetes desmontaron y empezaron a clavar unos maderos en forma de cruz y les prendieron fuego. A lo lejos se escuchaban cánticos y alabanzas. Eran voces de niños. No podía ver de dónde provenían pues le tapaban la vista los demás encapuchados. De pronto todos se abrieron para darle paso al sacerdote mayor que empuñaba una antorcha.
—¡Préndele fuego a su iglesia y mándalos al infierno!—gritó
Quiso despertar. Ya tenía suficiente con ese sueño. Pero no pudo. Avanzó entre aquellos hombres que se ocultaban tras ese ropaje. Podía leer en sus ojos un odio inconmensurable. Ahora no tenía voluntad sobre su cuerpo. Corrió hacia la pequeña casita de madera y lanzó la antorcha.
Todo se inundó de fuego. Adentro, gritos desgarradores. El llanto de los inocentes. El olor a carne quemada llenó sus fosas nasales. Escuchó una voz que le pedía regresar a la cuenta de tres. Uno, dos, tres.
Despertó. Una luz lo cegó por un momento. Frente a él, cámaras de TV y cientos de personas que no dejaban de mirarlo. Un hombre de barba y una mujer rubia con un micrófono lo veían con la boca abierta.
—Señoras y señores. Ustedes lo han visto y escuchado en éste su programa “Vidas pasadas”. El señor fue miembro del Ku Kux Klan en su vida anterior. Fue uno de los que asesinaron brutalmente a cuarenta y cinco niños de nuestra comunidad—dijo la mujer.
—Pero…yo…no sé de que hablan—dijo el hombre que miraba acercarse a él a la multitud.
La transmisión se interrumpió. El programa fue cancelado. Un hombre fue linchado.