domingo, junio 25, 2006

Capricho Fatal.

Eran las once de la noche. Dos compadres, Cristóbal y Nemesio, bebían en el bar del pueblo. Habían jugado ya tres horas de dominó y tomado una botella de tequila. Afuera hacía tanto frío que empezó a nevar. Los enormes pinos que rodeaban al bar se mecían con frenesí y sus ramas que comenzaban a llenarse de nieve crujían al momento de chocar entre ellas. Fueron a tomar algo para entrar en calor, pero ya se habían pasado de copas.
—Compadre, creo que ahí le paramos, se está haciendo tarde y si no nos apuramos nos veremos atrapados en medio de la tormenta—dijo Nemesio.
—Está bien compadre, sólo nos echamos la última y nos vamos. Además con ésta partida se define quién paga la cuenta—dijo Cristóbal—llenando otro vaso de tequila hasta el tope.
Como todos sabemos la famosa frase “la última y nos vamos” equivale a tomar por lo menos tres tragos y jugar tres partidas más.
—Vamos compadre no sea caprichoso, que se nos hace tarde.
—Ya le dije que es la última.
Así continuaron jugando y bebiendo hasta que el dinero ya no les alcanzó para más. Ya se iban, cuando las puertas del bar se abrieron de par en par de un sólo golpe. En medio del lugar se encontraba una mujer con el rostro desencajado, como si hubiera visto al mismísimo diablo. Tenía el rostro pálido bañado en llanto.
— ¡Por favor que alguien me ayude! Mi auto se ha quedado atrapado en la nieve. ¡Mi hijo se quedó ahí y está esperándome!
Todos se quedaron callados y viéndose unos a otros como idiotas, pero nadie se movió de su lugar. Algunos voltearon a verla, pero como si nada estuviera pasando, volvieron a lo que estaban. La mujer seguía ahí parada sollozante, con la desesperación a flor de piel.
Ante la urgencia de la mujer y después de consultarlo en silencio con sólo mirarse, los compadres decidieron ayudarla.
— ¿Díganos donde quedó su auto señora?—dijo Cristóbal.
—Está casi llegando a la curva, como a un kilómetro de aquí—les dijo con lágrimas en los ojos.
—Pues si no nos apuramos su hijo se congelará, así que síganos lo más rápido que pueda—dijo Nemesio.
Afuera, la tormenta estaba peor de lo que se habían imaginado. Corrieron tan rápido como los dejó la nieve. Sus zapatos se hundían hasta las rodillas. La oscuridad de la noche dificultaba aún más su carrera. El nivel de la nieve crecía de manera inexplicable. Sus pies se sentían como si de pronto se hubieran convertido en plomo. El viento se sentía como si alguien les clavara agujas en la piel. Así siguieron por diez minutos sin parar. De vez en cuando, paraban para no dejar atrasada a la mujer. La señora continuaba detrás de ellos, parecía no cansarse. Su rostro lucía más pálido que cuando la vieron en la cantina. Cristóbal temió que la hipotermia estuviera haciendo estragos en la desdichada.
Cuando se dieron cuenta que la señora ya no los seguía, el auto se encontraba como a dos metros de ellos. Tenía el motor y las luces encendidas.
—Por fin compadre, espero que ese niño siga vivo—alcanzó a decir Nemesio, mientras trataba de recuperar la respiración.
— ¿Dónde se quedó la señora?—dijo Cristóbal.
No la vieron por ningún lado, se la había tragado la tierra. No sabían si regresar a buscarla o continuar. La vida del niño era lo más importante en ese momento por lo que decidieron seguir. El último metro les costó recorrerlo una eternidad. Se acercaron con mucho cuidado hacia la puerta del auto.
Lo que vieron después, dejó a Nemesio con el cabello canoso desde entonces. Envejeció en un instante. Su compadre Cristóbal, murió en el lugar víctima de un paro cardiaco. Nunca se supo si fue por la impresión o por el esfuerzo físico
La señora se encontraba dentro del auto. Pálida, las manos crispadas, aferrándose al volante. Un niño, lloraba en el asiento trasero pidiendo ayuda.
Desde esa noche, el rostro bañado en lágrimas de la señora, acompaña a Nemesio en todas sus pesadillas.

sábado, junio 24, 2006

Camino a la Luz.



Era un día como cualquier otro. Parecía ser lo mismo de siempre. Todo en su lugar y nada fuera de lo normal. Mí escritorio, mí vieja lámpara y una montaña de apuntes que nunca había podido ordenar, estaban ahí, recordándome lo monótona que era mi vida.
Como casi siempre, me había quedado dormido sentado. Escribiendo lo que según yo, sería un informe completo de compras y ventas de la compañía. Tomé un trago de ese amargo café frió que había dejado desde el día anterior (o quizás más tiempo) y me dirigí a tomar un refrescante baño de agua helada. Abrí la regadera y dejé correr los chorros por todo mi cuerpo, poco a poco fui despertándome. Al terminar me observé en el enorme espejo que cubría la mitad de la pared y me llevé semejante sorpresa ¿Ese era yo?
Estaba claro que ya no era el mismo. Tenía mucho tiempo que no hacia ejercicio y esa tremenda papada era la mejor prueba de ello, ni que decir de mi abdómen. A pesar de eso, no podía quejarme de ser feo y gracias a que tenía personalidad me seguían varias compañeras de trabajo. Tuve algunas aventurillas con alguna de ellas, muy rápidas que apenas si las recuerdo. Pero ese día, no estaba seguro por qué, pero me sentía raro.
Me vestí como de rayo, le di de comer a mi gato que ya se veía muy flaco y salí a la cochera. Al subir al auto, algo me dijo que lo mejor era irme a pie ¿Qué tan lejos eran diez cuadras? Pero el tiempo era oro y tenía que dar un informe muy importante.
Di una vuelta entera, no encontraba dónde estacionarme y después de cinco minutos empecé a desesperarme, seguí la busqueda hasta que por fin, vi un lugar delante de mí. Sólo tenia que cruzar esa avenida, pero la luz roja me iba a ganar. Pisé a fondo el acelerador y no me fijé a los lados.
Sólo recuerdo ese chirrido que hacen las llantas al frenar. Gritos, el ruido que se provoca al romperse muchos cristales.
Ahora estoy aquí acostado, con toda esa gente que me mira como si fuera la atracción principal del circo. Creo que he tenido un accidente.
— ¡Llamen a una ambulancia! ¡Este hombre está muriendo!— gritó un agente de tránsito.
— ¡Hey! ¡Me siento bien! ¿Qué no ven que ya me levanté? No se preocupen, no fue nada. ¿Qué no pueden escucharme?
Me doy vuelta, veo a un hombre que trata con gran desesperación de revivir a alguien, pero ¿Qué ese no soy yo? ¡Dios mío! ¿He muerto? ¡Debo de seguir soñando!
—Ellos no pueden escucharte—oigo decir atrás de mi hombro.
— ¿Quién eres tu?—pregunto al hombre vestido de blanco que me mira con una dulzura y una gran sonrisa que no puedo describir.
—Soy tu guía hacia la luz—responde.
—¿Pero qué luz? ¿Significa que estoy muerto? Tengo que irme al trabajo—. Si esto no es una pesadilla, es lo más cercano a ello.
—Nada de eso hermano, todo esto en realidad sucede y créeme que te queda todavía mucho camino que recorrer, pero no temas que yo te guiaré hasta la luz. ahí te recibirá el creador de tu universo. Él tendrá que responder por ti, al creador de creadores—dice el hombre con ternura—. No intentes verlo por que su espíritu irradia luz que ciega al que no ha cumplido su misión. Espera a que él te conceda permiso de mirarlo y escucha lo que tenga que decirte, según tus actos, serás juzgado.
— No he hecho nada de lo que tenga que arrepentirme, no he hecho mal a nadie y siempre he dado limosna en la iglesia. Ya sé que tiene mucho tiempo que no voy ¿Es ese un pecado grave?—digo con un poco de miedo.
—Sígueme hermano, y no te separes de mí. Habrá fuerzas negativas que intentarán llevarte y yo tengo que impedirlo.
Lo tomo de la mano y con una lentitud pasmosa vamos alejándonos de aquel barullo. Poco a poco se van apagando las voces hasta que se pierden por completo. De pronto, una oscuridad total nos envuelve y empiezo a sentir frío y desconsuelo.
—Hermano, a pesar de lo que escuches, no hagas caso, no me sueltes. Si llegaras a zafarte te perderás en la oscuridad y no podré ayudarte—me dice aquél hombre al que ya empiezo a tenerle cariño sin saber el por qué.
En ese momento se escuchan ruidos espantosos que no puedo describir. Son gritos guturales que llegan directo a mis oídos y penetran mi consciencia.
— ¡Hey! ¿Recuerdas a Martha? ¿No quieres volver a jugar con sus senos? ¡Ven! A donde te diriges nunca tendrás lo que gozarás con nosotros.
Luego escucho una voz que me es conocida. — ¡Quédate aquí! ¡No sigas a ese hombre! ¡Te están engañando!—era mi propia voz.
De pronto, el hombre con el que voy, se detiene y abrazándome grita.
—Amados hermanos, dejen en paz a ésta alma. Ustedes eligieron la oscuridad ¡Dejen que el siga hacia la luz! ¡Por el amor de todos los creadores, aléjense y permitan que continuemos hacia nuestro destino!
Su voz no es de furia, ni violenta. Irradia amor y me hace sentir bien. No sé cómo, pero los ruidos infernales desaparecen. Ahora voy ascendiendo poco a poco con el hombre.
Pierdo la noción del tiempo. No puedo precisar cuánta distancia hemos recorrido. Entramos a un tunel que parece interminable. A lo lejos puedo ver un rayo de luz que poco a poco se hace más intenso. Conforme nos acercamos, se oyen cada vez más fuerte coros angelicales que nos reciben y alaban al creador. Hasta que por fin llegamos a nuestro destino ¡La luz!
Frente a mi se encuentra un paramédico, me apunta con una lámpara. La gente alrededor no para de murmurar. Algunos continúan rezando. Escucho latir mi corazón con fuerza.
—¡Este hombre no ha muerto, abran paso debemos llevarlo pronto al hospital!
Algunos de los presentes aplauden, otros lloran, una anciana se hinca y grita ¡Milagro! Cierro los ojos, respiro con dificultad, pero me siento mejor. Creo que arriba me han dado una nueva oportunidad.

viernes, junio 16, 2006

Crema batida y papas con salsa de tomate.

María la hija de cuatro años de Josefa se encontraba en la sala retozando con sus muñecas. Le encantaba pasarse las tardes echada en el suelo con sus juguetes favoritos. Le gustaba hacerlo al llegar de la escuela mientras su madre se encontraba preparando su comida favorita. Para ella, no había nada mejor para comer que las papas fritas. Las prefería más que a los postres, incluso si tenían crema batida. Ya empezaba a sentir el olor que llegaba desde la cocina, sintió como le rugían sus tripas. Escuchaba los cantos alegres de su madre al compás de la música de la radio.
Como todos los niños, son pocas cosas a las que le teme. Y no es que le encante el peligro, pero así hemos sido la mayoría en nuestra infancia. Por ejemplo, cuando se sube al carrusel y se baja cuando sigue en movimiento. Cuando asoma la cabeza fuera del auto. Cuando salta en su cama y cerca hay objetos que se pueden romper. Cuando corre por la orilla de la calle y hay camiones que pasan a toda velocidad.
Más bien, no sabe medir la peligrosidad de las cosas. Claro, hasta que sucede algo malo. Por ejemplo, no le tenía miedo al fuego hasta que un día se quemó al poner la mano en la estufa. No le temía a los contactos eléctricos hasta que un día sintió un sacudón al meter un dedo en ellos. Así aprendió a temerle a muchas cosas. Pero aún le faltaba tanto por ver y conocer.
Por eso cuando vio caminar a una enorme araña por la sala no le causó ningún temor. Al contrario, lo primero que quiso hacer: fue jugar con ella. Era negra y peluda con manchas anaranjadas. Una tarántula sudamericana, no era venenosa pero a cualquiera pondría a temblar. Seguramente se le habría escapado a algún vecino. Era casi del tamaño de las muñecas con las que jugaba. Las había visto por televisión en uno de tantos dibujos animados que veía por las tardes y le parecían simpáticas. Sobre todo una que era muy parlanchina, creo que se llamaba “Tecla” .
—Mamá, hay una araña en la sala—gritó María
—Estoy ocupada mi amor—le dijo su madre desde la cocina—¿Qué has dicho?
—¡Que hay una araña en la sala!—gritó más fuerte.
—No te preocupes, no hacen nada—dijo despreocupada Josefa.
—¿Puedo jugar con ella?
—No hija, déjala en paz.
—Es muy bonita mamá ¿Me das permiso?—insistió la niña.
—¡Ya te dije que no!—Pero María no la escuchó.
Se acercó a la tarántula para poder agarrarla. Lo hizo poco a poco para no espantarla. Ésta reaccionó al contacto de la niña parando sus patas delanteras. María insistió y el insecto se lanzó sobre ella como si quisiera defenderse.
—Mamá ¿Las arañas son malas?
—No Mari, si no la molestas no te hará daño.
—Pues ésta, es muy mala. No me deja jugar con ella.
—Ya casi están listas tus papas fritas—le avisó su madre que se encontraba muy contenta.
—Ahora voy—gritó la niña.
La niña ya no quería jugar. Estaba empezando a molestarse. Nunca se había visto rechazada por nada ni por nadie. Estaba acostumbrada a que tan sólo pedir las cosas conseguía lo que quisiera. Si a la primera no lo lograba, algunas lágrimas y gritos le ayudaban en la labor de convencimiento. Le lanzó uno de sus juguetes, pero falló por más de un metro. Le echó una servilleta encima pero alcanzó a escabullirse. No tuvo más remedio que tratar de asirla otra vez con las manos. Esta vez por fin pudo atraparla. Pero tan pronto la sostuvo, ésta empezó a trepar por sus brazos hasta llegar a su cabeza. Manoteó y sacudió su pelo hasta que la hizo caer. Ahora si estaba molesta de verdad. Nadie se metía con su pelo.
—Mamá, la araña ya me hizo enojar ¿Puedo pegarle?—gritó María.
—No hijita, pobre animal ¿Por qué no la lanzas por la ventana y te vienes a comer?—dijo la madre, sin sospechar el tamaño real de la araña.
—No se deja atrapar—dijo triste María.
—Déjala que se vaya sola entonces. Ya están listas tus papas. Ya las puse en la mesa. Acuérdate de lavarte tus manos—dijo Josefa bailando su canción favorita.
María corría por toda la casa detrás de la tarántula. Se metió debajo de un librero. María se agachó para espantarla. El animal salió disparado hacia ella. De no ser por que reaccionó a tiempo se le hubiera subido a la cara.
Estuvo siguiéndola por varios minutos de mueble en mueble. De habitación en habitación. Hasta que por fin la acorraló en una de las esquinas de la recámara de sus padres. De reojo, vio encima del tocador una enorme navaja de afeitar.
No recordaba que le hubieran prohibido usarla alguna vez. De hecho vio a su padre usándola por la mañana. Sin dejar de ver al bicho que la había sacado de sus casillas fue caminando hacia atrás para tomar la filosa navaja. Estaba un poco pesada pero podía con ella. La tarántula seguía quieta en el rincón. Agarró con ambas manos la navaja y la hundió en la panza del animal. Un líquido cremoso salió de la herida y embarró los bordes. No dejó de apretar hasta que la tarántula dejó de retorcerse. El líquido siguió saliendo llenando la hoja reluciente.
Al ver lo que quedó untado en el filo se acordó de otra de sus comidas favoritas. La crema batida. Como disfrutaba echarla sobre las frutas y pasteles que le servía su mamá. Ahora acababa de descubrir de dónde sacaban el delicioso líquido que tanto le agradaba.
Empezó a lamer la “crema”. Tenía un sabor raro, pero no le era desagradable. Relamió la navaja para dejarla limpia por completo. Pasó su lengua por el lado más filoso. Vio que la crema cambiaba de color. Ahora parecía salsa de tomate. “Que divertido” pensó María. Primero crema batida y ahora la salsita que tanto le encantaba. Dio más lamidas. La salsa no dejaba de salir.
—Mamá, ya no necesitas ponerle salsa de tomate a mis papas—gritó.