viernes, julio 28, 2006

Segundo cuento publicado.

Estoy muy contento por que me han publicado otro cuento. Este surgió del taller Forjadores y lo han publicado en NGC 3660. El cuento se llama: ¿Puedo contarles algo?

sábado, julio 22, 2006

Cuenta Saldada.


Dice la gente que queda algo de nuestra esencia en el lugar donde mueres. Dice que si lo haces de manera violenta se queda algo de tí impregnado en el ambiente.
Jorge no creía nada de eso. Al menos hasta ese momento. De cierta manera lo estaba esperando. Algo dentro de él se lo decía. Desde la noche que ella se fue. Aquella en la que dejó de iluminar su vida.
Antes, la llamaba todos los días por teléfono. Nunca tuvo el valor de hablarle en persona. Cuando ella le contestaba se quedaba mudo, sin saber que decir. A veces tomaba sus llamadas, otras veces colgaba de inmediato.
—¿Hay alguien ahí? ¿Eres tú maldito mudo? ¡Si me sigues molestando te reportaré con la policía!—le gritó varias veces.
El simple hecho de oír su voz lo llenaba de energía, aunque fuera un instante. Otros lo llamarían excitación, para él era una casi una experiencia religiosa. Convertía sus días grises en algo mejor. Era un rayo de luz entre tanta oscuridad.
Muchas veces la siguió sin que ella se diera cuenta. La perseguía desde la puerta de su casa hasta su trabajo. Siempre esperando con gran ilusión que volteara y lo descubriera. Pero eso nunca sucedió, ahora como lo lamentaba.
Iban al mismo gimnasio. El se aseguraba siempre de estar a la misma hora que ella. Hubo una vez que sin querer se tocaron, pero ni siquiera volteó a verlo. Para Jorge fue una caricia que por meses anhelaba. Enseguida experimentó una poderosa erección. Guardó ese instante dentro de su mente. Atesoró esa sensación por días.
El día de su cumpleaños le mandó un regalo: unos aretes en forma de estrella. Ella no supo quién se los enviaba, pero se los puso. Mientras la espiaba por una ventana, aprovechando la oscuridad de la noche, vio como se los probaba. Brillaban más que su juego de ropa interior. Ella se lo agradeció a la persona equivocada. Cuando le llamó por teléfono, el tipo se emocionó tanto que no le hizo ver que se trataba de un error. La engañó, pero ella jamás supo la verdad.
Pasaron varios meses hasta que tuvo el valor de volver a llamarle. Claro, desde el otro lado de la línea no reconoció quién le llamaba. Fingió ser el amigo que ella pensaba le había regalado los aretes. Le mintió de la misma manera que él lo había hecho el día de su cumpleaños. De alguna manera tuvo que convencerla a que acudiera a la cita.
Al principio, a ella le pareció un poco extraño que la hubiera citado cerca de la playa, pero al mismo tiempo le pareció romántico y sin dudarlo un instante aceptó. Esa noche habría luna llena. Lo tenía marcado en el calendario de su oficina del que desprendía todos los días un chiste para contárselo a sus amigos del gimnasio. Era la cita perfecta. Como en las telenovelas.
Jorge, la vio venir a lo lejos escondido detrás de unas rocas. Ella manejaba alegre su bicicleta blanca. Vestía una minifalda y blusa de color azul. Su color favorito. El se encontraba esperando el momento preciso para darle la sorpresa.
Ella se sentó en la arena aguardando el instante de estrechar en sus brazos a su enamorado. Su sombra se reflejaba en la arena y se perdía al tocar el agua. El golpeteo de las olas era el único sonido de la noche. Cuando vio a Jorge salir de su escondite, su rostro cambió de color y de expresión. Era una mezcla extraña, enojo y miedo.
Comenzó a gritar pidiendo ayuda. Él en realidad no quería hacerle daño. Si había alguien a quien más quería en este mundo era a ella. Pero lo cegó el horror. Vio en su cara el desprecio. Supo que ella nunca sería para él.
Fue cuando se agolparon en su cabeza todos los recuerdos. Parecía estar viviendo de nuevo las palizas que le propinaba su madre. Cuando lo avergonzaba delante de la gente. Siempre le dijo que ninguna mujer se fijaría en él. Que era un engendro del demonio. Fueron tan sólo unos cuantos segundos. Los suficientes como para ver el rostro de su madre en lugar del de su amada. La ira y el odio se apoderaron de él.
—¿No te das cuenta lo mucho que te quiero?—le dijo.
—No sé de que me está hablando—contestó confundida.
—¡No soy un bicho raro!
Jorge era para ella, un perfecto desconocido. No entendía ni una sola palabra de lo que le decía. Su mirada inyectada de sangre la había hecho estremecerse de miedo. Tenía que huir de ahí antes de que saliera lastimada.
Quiso correr pero él la tomó por el cuello y se lo apretó con fuerza. Ella luchó con todas sus fuerzas. Jorge empezó a golpearla por todo el cuerpo de manera brutal. Metió su cabeza dentro del agua. Ella pateó, se sacudió, intentó huir, pero no pudo. Él no se lo iba a permitir. No la soltó hasta que vio que ya no se movía. La dejó flotando. Siguió su cadáver con la vista hasta que se perdió a lo lejos.
Al otro día unos pescadores encontraron sus restos que se enredaron en sus redes. Pronto, todo el pueblo estaba enterado. Culparon de su muerte a un pobre pordiosero que dormía cerca de ahí. El dijo que esa noche había escuchado gritos, pero estaba tan borracho que no pudo acudir en su auxilio. Por supuesto nadie le creyó y lo metieron preso. Necesitaban un culpable para ese crimen tan atroz y él era el chivo expiatorio perfecto. Le dieron veinticinco años de cárcel que no alcanzó a cumplir. Un día amaneció muerto. Sus compañeros de celda lo asesinaron al enterarse de lo que había cometido. Cegaron la vida de un inocente, pero de inocentes están llenas las cárceles.
Se ha cumplido un año desde la fatídica cita. Jorge se encuentra ahí, en el mismo sitio donde ella aguardaba a el que amaba. En su lugar la muerte la sorprendió. Él se arrepiente de lo que hizo. Todas las noches acude al mismo sitio a esperarla. El sonido que producen las olas cala sus oídos.
Es ahora que Jorge empieza a creer en lo que la gente dice. Que en realidad los muertos vuelven. Lo entiende ahora que ve venir a su amada caminando sobre la espuma. Con los brazos abiertos, vestida de azul. La luna ilumina su rostro pintado de muerte. Sus ojos tienen ese brillo que congela la sangre. Viene a saldar una cuenta pendiente. Jorge sólo quiere pagar su deuda.

domingo, julio 09, 2006

Naves sobre el desierto.


Don Filemón miraba hacia el cielo incrédulo a lo que veía. Lo que más le extrañaba era que ese día no había bebido ni gota de aguardiente, así que no se trataba de una alucinación. Se restregó los ojos para estar seguro que no fuera un espejismo.
Un silencio sepulcral se apoderó del ambiente, no se escuchaba ni siquiera los cascabeles de las serpientes que por las tardes lo arrullaban. Lucifer, su fiel perro, echó a correr con la cola entre las patas y se refugió debajo de la vieja camioneta Ford.
En las alturas, con la puesta del sol como fondo, barcos de guerra volaban sobre su cabeza. Como si fueran plumas de ave arrastradas por el viento, se posaron sobre la arena. Filemón contemplaba el espectáculo petrificado por el miedo.
—Pero, ¿qué carajos será eso?—dijo entre dientes.
Por fin pudo moverse. Corrió lo más rápido que le permitió su reumatismo por su escopeta y municiones. Llamó a Lucifer pero éste no se movía de su escondite. Tuvo que arrastrarlo para subirlo dentro de la camioneta. Encendió su vehículo, el motor sonó como si tuviera tuberculosis, pero al final salió a toda velocidad rumbo a Desolación, el poblado más próximo de apenas cien habitantes que estaba a tan sólo diez minutos de ahí.
Se dirigió a la estación de policía que cubría una pequeña porción de aquel “pueblucho”. Entró directo a la oficina del Teniente López, ignorando por completo a su asistente que miraba despreocupado una revista para caballeros.
—¡Teniente, estamos siendo atacados!
López lo miró extrañado, un poco sorprendido por que entró de improvisto.
—Oye, Filemón ¿no sabes tocar la puerta?
—¡Nos atacan! ¡Se ha desatado la guerra!
—No me digas que los tanques gringos cruzan la frontera.
—Nada de tanques, son naves de guerra. El día que crucen tanques por esa frontera, serán los nuestros para recuperar el territorio que nos robaron.
El policía esta vez lo miró directo a los ojos. Lo inspeccionó de arriba a abajo con la mirada.
—Estás pero si bien borracho ¿Verdad, Filemón? ¿O encontraste peyote?
—¡Pero no! Lo acabo de ver con mis propios ojos. Hasta mi Lucifer estaba muerto de miedo. Le digo que naves atacan.
—A ver si te entendí ¿Nos atacan naves en pleno desierto? Mira, Filemón, no estoy para bromitas, si resulta ser uno de tus chistes te juro que…
—Pues si no me crees vamos para que las veas.
***
Filemón iba al frente en su camioneta. Le acariciaba el lomo a Lucifer que seguía asustado. Detrás de ellos, a corta distancia, lo seguía López junto con su ayudante. Habían aceptado a ir a investigar los sucesos, no sin antes amenazar al anciano con que lo iba a guardar a la sombra por una temporada en caso de que todo fuera una de sus ocurrencias.
Cuando se acercaban a la cabaña de Filemón, las naves se hacían cada vez más visibles. Él se rió al ver por el espejo retrovisor la cara de estupefacción de los policías. Pero la sonrisa no le duró mucho tiempo. Unas luces en el cielo lo hicieron frenar de golpe. La patrulla apenas y tuvo tiempo para evitar colisionar con el Ford del viejo. Las luces se posaron justo arriba de las naves. Los tres salieron de sus autos y se refugiaron detrás de la camioneta.
—¿Qué fue eso?—dijo el ayudante.
—Parece un OVNI—dijo Filemón
—¿No que no eran naves espaciales?—gritó asustado López.
—Esas acaban de llegar, las otras lo habían hecho primero—dijo Filemón, señalándoles hacia donde se encontraban. Justo detrás de un montón de cactus.
—Tenemos que acercarnos a investigar—dijo López.
—¿No será mejor avisar al gobernador, pedir refuerzos?—dijo el ayudante.
—¿Estás loco? Lo primero que van a decirnos es que de cuál fumamos—dijo Filemón que se asomaba por un lado.
—Síganme. Esa cosa parece que se detuvo—interrumpió López.
Todo se quedó en completa oscuridad. Los dos policías fueron al frente, cada uno empuñaba en una mano la linterna y en la otra el revolver. Filemón iba detrás de ellos junto con Lucifer que no quiso quedarse solo. Avanzaban con lentitud debido a que debían tener cuidado con las alimañas del desierto.
Se encontraban a unos cuantos metros de las naves, pero el OVNI se había desaparecido. Lo que más les inquietaba era el silencio. Sólo se podía escuchar sus respiraciones agitadas. Se detuvieron al pie de uno de los gigantescos barcos de metal.
—¿Hay alguien ahí?—gritó López.
El eco de su voz rebotó por todas partes repitiéndose decenas de veces. Los tres se miraron sin saber que decir o hacer.
López intentó tocar la superficie metálica pero su mano la traspasó como si fuera agua.
—¿Pero qué es esto? Parece como si fuera un proyección de cine—dijo López que agitaba la mano como si quisiera descubrir el truco.
De pronto el ladrido desgarrador de Lucifer los volvió a la realidad. Todos voltearon hacia donde se escuchó el alarido. El cuerpo del pobre animal se encontraba hecho pedazos sobre un charco espeso de sangre y arena.
Filemón empezó a descargar su rifle por todos lados, pero sólo fueron balas que se perdieron en el aire. El eco del ruido que provocó su arma retumbaba en sus oídos.
—¡Salgamos de aquí, pronto! ¡Es una trampa!—gritó López.
Fue tanto el terror que sintieron que los tres huyeron en distintas direcciones.
***
Filemón no podía creer lo que pasaba, lloraba desconsolado, por la pérdida de su fiel y único amigo “¿Por qué?” Se repetía una y otra vez. “Es una pesadilla, tiene que ser una pesadilla”, pensaba.
Se había quedado a oscuras. Por más que intentaba ver no lograba saber cuál era su ubicación. Tenía que llegar hasta su camioneta e irse lo más lejos de aquél infierno. Quien hubiera sido el que mató a su perro, había utilizado las naves como señuelo para atraer a sus presas. Tenía que hacer algo antes de que más personas se acercaran a averiguar que hacían esos barcos en medio del desierto. Se ocultó detrás de un enorme cactus y cavó un hoyo en la arena, decidió que lo mejor era esperar a que hubiera un poco de luz para poder escapar. El cansancio lo venció y se quedó dormido.

López llegó hasta un pequeño montículo de piedras y se resguardó tras de ellas. Con su linterna iluminaba hacia todos lados, trataba de descubrir qué era lo que los atacaba. No vio como por la arena se deslizaba un tentáculo que dejaba un rastro de líquido viscoso. Cuando pudo reaccionar, se encontraba aprisionado por lo que al principio pensó era una serpiente. Sólo que ésta era enorme como una anaconda y mucho más fuerte que cientos de ellas. Se escuchó un sonido muy parecido al que se produce al aplastar una sandía. Los ojos de López salieron despedidos hacia la arena por la presión de la poderosa extremidad. Todos sus huesos se partieron en mil pedazos. Por lo menos su muerte había sido rápida.

El ayudante de López corrió en dirección contraria de los demás. Tantos años sin ejercitarse le pasaban la factura. Su ropa estaba húmeda de sudor y de quién sabe qué más, pero en esos momentos lo que más importaba era sobrevivir. Arrastraba los pies como si tuviera plomo en las botas. Hasta que vio algo que lo dejó paralizado.
Se encontró con una majestuosa estructura oval hecha de un material plateado mucho más brillante que el platino. Flotaba sobre el suelo como a diez metros de altitud. Un poderoso haz de luz salía de centro hacía la arena. Se acercó para tocarlo…
Cuando recuperó la consciencia estaba sobre una plancha metálica, tenía tubos incrustados por todo su cuerpo, lo cegaba una luz. Sentía mucho dolor. Quiso mover sus manos, pero no las sintió. Sólo sentía uno de sus pies. Escuchó un sonido que le hizo recordar el aserradero de su pueblo. De reojo vio un brazo mecánico plateado con una sierra en la punta acercarse a su pierna. En su superficie se reflejaban los muñones de donde alguna vez tuvo extremidades. Un chorro de sangre le salpicó la cara y fue lo último que sintió.

Un ruido extraño despertó a Filemón, parecía que algo se arrastraba directo hacia él. Salió de su escondite y echó a correr sin dirección alguna. No había amanecido, por lo que la visión seguía siendo escasa. Chocó de frente con un cactus provocándose dolorosas heridas. Su cuerpo parecía al de un puercoespín. Lo que lo perseguía estaba muy cerca de él. Con mucho cuidado tomó su escopeta y apuntó hacia donde provenía el sonido. Un extraño ser parecido a un calamar gigante lo tenía acorralado. Las heridas provocadas por las espinas sangraban profusamente.
—¿Quién eres? ¿Qué deseas?
De lo que parecía ser la boca de aquel monstruo, salió un órgano tubular. A Filemón le recordó a los mosquitos. Se le acercó hasta quedar a tan sólo centímetros de él. Sintió un fuerte dolor de cabeza y luego escuchó muy claro que alguien le hablaba. El ser, se comunicaba por telepatía.
—Humano. Prepárate a morir.
—¿Por qué nos hacen esto?
—Necesitamos sobrevivir. Nuestro planeta ha sido destruido por el impacto de un asteroide por lo que necesitamos el suyo.
—¿De cientos de millones de planetas que hay en el universo tuvieron que escoger la tierra?
—Es por que es muy parecida a mi natal Qundo, pero lleno de alimento.
—¿A ti se te ocurrió lo de las naves?
—Sabemos que son curiosos por naturaleza. Fue idea del Gran Cerebro.
—No se saldrán con la suya. Pelearemos.
—Eso, está por verse.
No tuvo tiempo de disparar. Sintió un aguijón que le penetró por la cabeza. Le succionaron los sesos.
En otra parte de México, Pedro miraba atónito las noticias en la televisión. En las principales ciudades del planeta se reportaban extrañas apariciones de naves de guerra en el cielo. Se reportaban también muertes extrañas en París y en Londres. En ese momento transmitían en vivo el aterrizaje de una de ellas sobre el zócalo de la Ciudad de México. Miles de personas se acercaban sin saber lo que les esperaba. Apagó la tele aburrido.“Ya no saben que inventar para tener mas rating”, pensó. Se asomó por la ventana y descubrió una gran nave estacionada frente a su casa…

lunes, julio 03, 2006

Ilustración de la cueva

La ilustración del relato "La cueva" es creación de Sergio Monterrubio.
Su trabajo lo pueden ver en el siguiente Link: http://www.geocities.com/artekaku/artekaku.htm

Gracias amigo por ayudarme.

domingo, julio 02, 2006

La cueva



Como cientos de habitantes de aquél pueblo, Mikael, salió de su cueva casi al amanecer. Un “ritual” que todos debían ejecutar si querían sobrevivir en ese mundo hostíl y despiadado. Vestía su holgado traje de plástico metálico que tanto odiaba, pero que era imprescindible para subsistir. La temperatura ambiente a esa hora era cercana a los cero grados centígrados.
En cuanto salió a la superficie arenosa, sintió como su traje se congelaba. Tenía pocos minutos para estar afuera, pues debía entrar a su cueva antes de que sufriera una hipotermia o la luz del sol lo quemara vivo en cuanto apareciera detrás de las montañas.
Afuera sólo silencio, un viento gélido formaba remolinos de arena. Volteó a ver a los demás que emergían como autómatas de sus cuevas. No vio salir a su vecino por segunda vez, “Creo que ya nadie lo volverá a ver”, se dijo así mismo. Miró a lo lejos y su mirada se perdió por un instante. Todavía quedaban vestigios de lo que alguna vez había sido “Zel”. Sus enormes rascacielos abandonados se alcanzaban a ver a la distancia. “Si pudiera algún día regresar” pensó. Pero sabía que eso era imposible. Su destino como el de los demás era vivir en esas cuevas. “Se nace, se vive y se muere en la cueva” era un dicho popular. La alarma de su reloj lo regresó a su triste realidad, le quedaba un minuto para volver a ingresar.
Su “hogar”, un agujero en la tierra, tenía una temperatura cálida, cercana a los treinta grados. Tan pronto ingresó a su cubículo, gruesas gotas de agua se condensaron en su traje y empezaron a resbalar para caer en el recipiente colocado en una de las piernas del traje. Apenas medio litro de agua, pero suficiente para sus necesidades del día. Bebió un pequeño sorbo que le supo a gloria. Lo demás lo vació en una jarra.
Mojó una esponja y con eso procedió a darse un “baño”. Deslizó la misma por su cráneo rapado. Disfrutaba la caricia del agua cuando le resbalaba hacia la nuca. Como extrañaba un jabón. Bueno, extrañaba tantas cosas. Su rostro arrugado cambió por un momento, pero regresó a la misma expresión de pesadumbre y hastío.
La destrucción de la capa de ozono había acabado casi con todo. Muy pocas formas de vida habían podido sobrevivir. Los insectos habían pasado a ser la especie dominante del planeta. Por las noches millones salían a buscar alimento. Recordó a Sylvia. Se le erizó la piel.
Se miró en el pequeño espejo que colgaba de la pared. Tenía tan sólo veinticinco años pero parecía de cuarenta. Su piel, estaba arrugada como una pasa por la deshidratación. Por lo menos sus riñones no le habían molestado los últimos días.
Un pequeño haz de luz se coló por uno de los domos de su cueva. El motor de su pequeño generador de energía solar empezó a trabajar. Su purificador de aire y el ventilador estaban muy viejos, pero funcionaban y eso lo mantenía con vida. Los consiguió hacía unos años cuando se casó. El precio había sido toda una ganga, tan sólo ocho galones de agua. Los había ahorrado para poder casarse. En aquél entonces trabajaba en una de las tantas plantas desalinizadoras que tuvieron que cerrar tiempo después al irse a la quiebra. El pago por supuesto se hacía con agua potable. En esos tiempos aún se podía transitar por las calles sin achicharrarse.
Cuando les avisaron que tenían que irse a habitar las cuevas afuera de la ciudad no lo pudo creer, pero no tuvo más remedio que hacerlo. Era eso o la muerte. Al menos recibía su ración de alimentos sintéticos cada mes. Un transporte especial resistente al calor pasaba casi al caer la tarde a repartírselos. Le habían dicho que los gobernantes no viven en cuevas y que comen alimentos naturales. Mikael no creía que eso fuera posible. El oxígeno estaba tan enrarecido por la falta de árboles que dudaba que hubiera plantas que resistieran la vida así. Sabía que la vida en la tierra nunca más sería posible porque la destrucción era irreversible.
No habían pasado dos horas después del medio día, cuando el cielo se nubló por completo. Maldijo su suerte. Ahora tendría menos oxígeno. La pila de su generador no recargaba lo suficiente por lo que su purificador de aire trabajaría a la mitad de su capacidad. Sabía que no llovería mucho por lo que no se preocupó demasiado. La lluvia ácida no solía demorar tanto. Por si acaso, unas gruesas capas de una aleación especial de metal hacían a las cuevas resistentes a la corrosión. Hacía bastante tiempo que la suya no recibía mantenimiento, pero no quería preocuparse tan temprano.
Se acercó a un estante y tomó su libro preferido. Se pasaba todas las tardes mirándolo hasta que lo vencía el sueño. Estaba lleno de fotografías de la tierra, cuando la gente se daba el lujo de desperdiciar el agua. Cayó dormido mientras veía la imagen de unos niños chapoteando en un estanque. Empezó a soñar.
Siempre era la misma pesadilla. La noche en que su esposa murió. Cuando se la comieron viva. No pudo evitar que Sylvia se asomara para investigar qué era el golpeteo insistente en el techo de la cueva. Tan pronto se asomó, miles de cucarachas se le subieron encima. No eran del tamaño normal que conocían nuestros ancestros. La contaminación y la radiación las habían hecho mutar, hasta alcanzar la medida de un ratón. Él intentó quitárselas de encima, fue una lucha desesperada. Mató a decenas con sus pesadas botas, pero no fue suficiente. Para su desgracia, ella corrió hacia afuera de la cueva. Ahí miles de bichos la cubrieron por completo. Los gritos de Sylvia retumbaban dentro de su cabeza desde entonces. La imagen de los asquerosos insectos metiéndose en la nariz, boca y oidos de su amada, mientras él sellaba la escotilla, lo han acompañado en sus pesadillas todas las noches.
Despertó agitado, su corazón latía a mil por hora. El sol se había metido por completo. Lo único que se escuchaba, era el sonido monótono del ventilador. Se levantó a tomar su ración de agua. Estaba dando el último trago cuando un ruido lo hizo estremecer.
Primero, pensó que seguía soñando, luego que era el ruido que producía su purificador de aire. Estaba equivocado. Era como si miles de diminutas patas se arrastraran en el techo de su cueva. Luego escuchó un extraño rechinido como cuando alguien raya la superficie de algo con una navaja. Se asomó por uno de las ventanillas de los domos.
Su rostro arrugado se puso pálido. No daba crédito a lo que estaba viendo, se le hizo un nudo en el estómago. Enormes cucarachas rodeaban su cueva, se apretujaban ebtre ellas, como si quisieran penetrar el metal. Se sorprendió al ver que cada vez eran de mayor tamaño. Respiró profundo para tranquilizarse, podía escuchar cada pulsación de su corazón. Sabía que era imposible que penetraran las paredes. A no ser que…
El ácido de la lluvia había hecho un pequeño orificio en un costado del domo, “Maldición”, gritó. Los insectos se peleaban por entrar por la rendija, como si olfatearan carne fresca. Sólo pudieron ingresar uno a uno. Mikael, abrazó el libro que tanto le gustaba. No tuvo más remedio que utilizarlo como “arma” para defenderse. Conforme iban cayendo, las aplastaba. Una tras otra. Con cada golpe un chorro de líquido amarillo le salpicaba el rostro. Pronto el libro se humedeció y empezó a despedazarse. Por último, utilizó los pies y las manos. Los jugos de las cucarachas formaron un gran charco amarillo y pegajoso. Ya no podía más. Las fuerzas lo fueron abandonando poco a poco. Resignado decidió “descansar”. De reojo miró hacia la mesa donde se encontraba la jarra de agua. Se abalanzó sobre ella y empezó a beberla desesperado. Cerró los ojos y se imaginó que estaba en medio de un oasis. Chapoteando en un estanque rodeado de cascadas de agua junto a Sylvia.
Sintió pequeñas punzadas de dolor en los pies, luego en la entrepierna, su estómago, su cuello. Quiso gritar, pero los insectos dentro de su boca ahogaron su voz.