sábado, julio 22, 2006

Cuenta Saldada.


Dice la gente que queda algo de nuestra esencia en el lugar donde mueres. Dice que si lo haces de manera violenta se queda algo de tí impregnado en el ambiente.
Jorge no creía nada de eso. Al menos hasta ese momento. De cierta manera lo estaba esperando. Algo dentro de él se lo decía. Desde la noche que ella se fue. Aquella en la que dejó de iluminar su vida.
Antes, la llamaba todos los días por teléfono. Nunca tuvo el valor de hablarle en persona. Cuando ella le contestaba se quedaba mudo, sin saber que decir. A veces tomaba sus llamadas, otras veces colgaba de inmediato.
—¿Hay alguien ahí? ¿Eres tú maldito mudo? ¡Si me sigues molestando te reportaré con la policía!—le gritó varias veces.
El simple hecho de oír su voz lo llenaba de energía, aunque fuera un instante. Otros lo llamarían excitación, para él era una casi una experiencia religiosa. Convertía sus días grises en algo mejor. Era un rayo de luz entre tanta oscuridad.
Muchas veces la siguió sin que ella se diera cuenta. La perseguía desde la puerta de su casa hasta su trabajo. Siempre esperando con gran ilusión que volteara y lo descubriera. Pero eso nunca sucedió, ahora como lo lamentaba.
Iban al mismo gimnasio. El se aseguraba siempre de estar a la misma hora que ella. Hubo una vez que sin querer se tocaron, pero ni siquiera volteó a verlo. Para Jorge fue una caricia que por meses anhelaba. Enseguida experimentó una poderosa erección. Guardó ese instante dentro de su mente. Atesoró esa sensación por días.
El día de su cumpleaños le mandó un regalo: unos aretes en forma de estrella. Ella no supo quién se los enviaba, pero se los puso. Mientras la espiaba por una ventana, aprovechando la oscuridad de la noche, vio como se los probaba. Brillaban más que su juego de ropa interior. Ella se lo agradeció a la persona equivocada. Cuando le llamó por teléfono, el tipo se emocionó tanto que no le hizo ver que se trataba de un error. La engañó, pero ella jamás supo la verdad.
Pasaron varios meses hasta que tuvo el valor de volver a llamarle. Claro, desde el otro lado de la línea no reconoció quién le llamaba. Fingió ser el amigo que ella pensaba le había regalado los aretes. Le mintió de la misma manera que él lo había hecho el día de su cumpleaños. De alguna manera tuvo que convencerla a que acudiera a la cita.
Al principio, a ella le pareció un poco extraño que la hubiera citado cerca de la playa, pero al mismo tiempo le pareció romántico y sin dudarlo un instante aceptó. Esa noche habría luna llena. Lo tenía marcado en el calendario de su oficina del que desprendía todos los días un chiste para contárselo a sus amigos del gimnasio. Era la cita perfecta. Como en las telenovelas.
Jorge, la vio venir a lo lejos escondido detrás de unas rocas. Ella manejaba alegre su bicicleta blanca. Vestía una minifalda y blusa de color azul. Su color favorito. El se encontraba esperando el momento preciso para darle la sorpresa.
Ella se sentó en la arena aguardando el instante de estrechar en sus brazos a su enamorado. Su sombra se reflejaba en la arena y se perdía al tocar el agua. El golpeteo de las olas era el único sonido de la noche. Cuando vio a Jorge salir de su escondite, su rostro cambió de color y de expresión. Era una mezcla extraña, enojo y miedo.
Comenzó a gritar pidiendo ayuda. Él en realidad no quería hacerle daño. Si había alguien a quien más quería en este mundo era a ella. Pero lo cegó el horror. Vio en su cara el desprecio. Supo que ella nunca sería para él.
Fue cuando se agolparon en su cabeza todos los recuerdos. Parecía estar viviendo de nuevo las palizas que le propinaba su madre. Cuando lo avergonzaba delante de la gente. Siempre le dijo que ninguna mujer se fijaría en él. Que era un engendro del demonio. Fueron tan sólo unos cuantos segundos. Los suficientes como para ver el rostro de su madre en lugar del de su amada. La ira y el odio se apoderaron de él.
—¿No te das cuenta lo mucho que te quiero?—le dijo.
—No sé de que me está hablando—contestó confundida.
—¡No soy un bicho raro!
Jorge era para ella, un perfecto desconocido. No entendía ni una sola palabra de lo que le decía. Su mirada inyectada de sangre la había hecho estremecerse de miedo. Tenía que huir de ahí antes de que saliera lastimada.
Quiso correr pero él la tomó por el cuello y se lo apretó con fuerza. Ella luchó con todas sus fuerzas. Jorge empezó a golpearla por todo el cuerpo de manera brutal. Metió su cabeza dentro del agua. Ella pateó, se sacudió, intentó huir, pero no pudo. Él no se lo iba a permitir. No la soltó hasta que vio que ya no se movía. La dejó flotando. Siguió su cadáver con la vista hasta que se perdió a lo lejos.
Al otro día unos pescadores encontraron sus restos que se enredaron en sus redes. Pronto, todo el pueblo estaba enterado. Culparon de su muerte a un pobre pordiosero que dormía cerca de ahí. El dijo que esa noche había escuchado gritos, pero estaba tan borracho que no pudo acudir en su auxilio. Por supuesto nadie le creyó y lo metieron preso. Necesitaban un culpable para ese crimen tan atroz y él era el chivo expiatorio perfecto. Le dieron veinticinco años de cárcel que no alcanzó a cumplir. Un día amaneció muerto. Sus compañeros de celda lo asesinaron al enterarse de lo que había cometido. Cegaron la vida de un inocente, pero de inocentes están llenas las cárceles.
Se ha cumplido un año desde la fatídica cita. Jorge se encuentra ahí, en el mismo sitio donde ella aguardaba a el que amaba. En su lugar la muerte la sorprendió. Él se arrepiente de lo que hizo. Todas las noches acude al mismo sitio a esperarla. El sonido que producen las olas cala sus oídos.
Es ahora que Jorge empieza a creer en lo que la gente dice. Que en realidad los muertos vuelven. Lo entiende ahora que ve venir a su amada caminando sobre la espuma. Con los brazos abiertos, vestida de azul. La luna ilumina su rostro pintado de muerte. Sus ojos tienen ese brillo que congela la sangre. Viene a saldar una cuenta pendiente. Jorge sólo quiere pagar su deuda.

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