lunes, noviembre 13, 2006

Sánchez. Capítulo V.


Jiménez paró de golpe frente a la jefatura, un edificio viejo de estilo colonial, en la entrada estaba colocada la clásica estatua de Benito Juárez con una placa que contenía la trillada frase,”Entre las naciones como entre las personas, el derecho al respeto ajeno es la paz”.
—Pues aquí lo dejo Teniente, voy a buscar la computadora y luego al laboratorio a llevar esas fibras, lo veo más tarde —dijo poniéndose sus lentes oscuros.
—Gracias, yo tengo que ver esos resultados y luego ir a ver al cura ¿Mi auto lo trajeron para acá? —dijo cerrando la puerta.
—No se te olvide la lista de los médicos.
—Claro que no, su auto debe de estar en el estacionamiento de la planta baja — dijo Jiménez, luego arrancó a toda velocidad.
Sánchez entró en la Jefatura, como siempre mucha gente en el lugar, una larga fila en el departamento de robos y otra más, por desgracia, en la de delitos sexuales, sabía que ni el 10% de esos delitos se iba a resolver y un nudo se le hizo en la garganta.
—Espero que mi caso no sea de los desafortunados —pensó, mientras subía los escalones que lo llevarían a su oficina.
Al final de la escalera, estaban las oficinas de los detectives del departamento de homicidios, las oficinas administrativas y las del Procurador de Justicia de la ciudad. Caminó hacia la suya cerca del final del pasillo, estaba a punto de abrir la puerta cuando oyó un grito a sus espaldas.
— ¡Sánchez! ¡Lo quiero ver en mi oficina, pero ya! Era el procurador Gallardo que lo llamaba. Ya se imaginaba para qué lo quería y por qué sonaba tan enojado.
Sánchez dio vuelta y se apresuró, apenas cruzó la puerta sintió una fuerte tensión en el ambiente.
—Sánchez, cierre esa puerta —dijo el procurador con tono serio— . Lo he visto en la mañana en las noticias y por lo que pude ver el asunto es grave ¿verdad?
—Pues la cosa esta así, Señor Procurador, tenemos un asesino en serie, lo más seguro es que vuelva a asesinar. Anoche me topé con él y la verdad no sé como sigo vivo, creo que quiere jugar conmigo, pienso que me dio por muerto.
—Si, es verdad, supe que lo hirieron y me alegra verlo bien —dijo el Procurador que en ese momento descolgaba su teléfono.
—Pero necesito dar un informe a la prensa que me esta presionando y no sé que carajos les voy a informar —dijo el Procurador con el auricular en la mano, mientras marcaba.
—Dígales que la investigación sigue su curso, la vigilancia será reforzada y que la gente esté alerta, se debe evitar salir sola por las noches, sobre todo las mujeres. Es lo único que se me ocurre por ahora, lo que se ha estado diciendo, como quiera no tengo nada concreto aún — dijo Sánchez pensativo.
—¿Si bueno? ¿La redacción de TV Azteca?, habla el procurador, es con respecto a los últimos acontecimientos.
Sánchez no se quedó a ver que el procurador terminara la llamada, se levantó y con señas se despidió de él, necesitaba llegar a su oficina y echarle un ojo a los resultados de las autopsias.
Sobre el escritorio se encontraban dos carpetas gruesas color beige, con sólo mirarlas Sánchez se dio cuenta que esto le tomaría bastante tiempo, por lo que se paró a buscar un café. Ya no escuchó al procurador, para colmo la cafetera no calentaba bien.
“¡Esto sabe a mierda!”, dijo y lo volvió a echar a la jarra.
Ya de regreso a su escritorio abrió la primera carpeta, Martha Arellano Cruz, soltera de 25 años decapitada, pezones y clítoris cercenados, posible arma un bisturí. Causa de muerte: hemorragia masiva. Había sido decapitada después de muerta, por lo que el asesino esperó bastante tiempo antes de que se desangrara por completo disfrutando su sufrimiento, ningún rastro de violación, ni de que haya peleado por su vida, lo más probable era que conocía al agresor o la tomó por sorpresa, durmiendo.
Se quedó viendo las fotografías del lugar de los hechos, manchas de sangre y fluidos por toda la cama. Los acercamientos de la cabeza putrefacta hallada después sin la lengua y con los orificios donde deberían estar sus ojos ahora se encontraban llenos de lo que parecía ser pus o gusanos. Se sentía asqueado y a la vez impotente por no poder atrapar al psicópata responsable de estos ataques, y lo peor de todo, sabía que mataría otra vez.
Sánchez revisó el caso de la segunda victima, la misma situación, ninguna evidencia, ningún móvil, ninguna relación aparente entre las victimas, no se conocían, una vivía al norte de la ciudad y la otra en el oeste, en lo único en que se parecían era que las dos eran solteras, sin hijos y vivían solas, en eso se parecían también a la tercera victima.
Sánchez recordó el asunto de las computadoras, la tercera victima tenía una, así como la segunda, la primera no tenia en su casa pero en su trabajo perdía mucho tiempo en ella y sea lo que fuera lo que hubiera en los discos el asesino estaba tratando de deshacerse de ellos. Sánchez se sentía cerca del criminal, sólo había que revisar el disco duro de la computadora de la segunda victima y entonces lo tendría.
Sanchez dejó las fotos de los brazos y las piernas desmembrados de la segunda victima sobre su escritorio y se dispuso a salir. “Tengo que ir a ver a ese cura”, se dijo.
Bajó casi volando las escaleras y se dirigió al estacionamiento que se encontraba en el sótano del edificio, Por algún motivo el alumbrado fallaba, algunas lámparas parpadeaban y otras no encendían.
—¡Y ahora donde carajos quedó mi auto! —gritó.
Escuchó el eco de su grito rebotar en el lugar, había más silencio que en un cementerio. Caminó hacia la parte trasera en busca del auto, sus pasos se escuchaban por todo el estacionamiento, pero de pronto escuchó más pasos detrás de él. Volteó, pero no vio a nadie.
—¿Hay alguien ahí? — volvió a gritar.
Siguió caminando, ahora un poco más rápido, hasta que pudo ver su auto al fondo. Detrás de él, alguien se acercaba. Buscó las llaves dentro de los bolsillos del pantalón, las sacó de inmediato y corrió hacia su auto sin voltear. Abrió la puerta y cerró con fuerza. El motor no arrancó enseguida, al siguiente intento, el motor encendió dando un rugido que retumbó en todo el lugar. Encendió las luces y el lugar se iluminó casi por completo.
Miraba atento para ver quien lo seguía, pero no vio a nadie. Puso a andar su auto y se dirigió a la salida. Por el espejo retrovisor le pareció ver una sombra y frenó de golpe, su corazón le latía a mil por hora. Salió del auto y desenfundó su pistola.
— ¡Alto ahí o le vuelo la cabeza! —gritó —apuntó a la oscuridad, pero de nuevo no halló a nadie. Sólo alcanzaba a escuchar sus propios latidos y el ruido del motor.
Se quedó parado por un momento, respiraba con dificultad. Hasta que pudo recuperar el aliento guardó el arma.
“Debo de estar quedando loco”, pensó cuando subía al auto y arrancaba de nuevo.
Mientras, en la oscuridad se deslizaba una sombra dentro de otro auto y después de un rato también abandonó el lugar.
El camino hacia la iglesia no era muy largo, pero con el tráfico de la ciudad por lo menos tardaría quince minutos. Encendió la radio y buscó alguna estación que le agradara, después de sintonizar dos estaciones, una de música clásica y otra de música electrónica, decidió apagarla mejor. Abrió la guantera y sacó una cinta con una etiqueta que decía “METAL DE LOS OCHENTAS” y lo puso a tocar.
“¡Esta si es música!”, dijo y le subió el volumen.
La Iglesia del Sagrado Corazón, le traía malos recuerdos, aún recordaba que de niño y aún a principios de su adolescencia, su madre lo obligaba asistir a misa. Como aborrecía la confesión, pero lo que más odiaba era el lugar en si, la iglesia era viejísima, a la hora que fuera, lucía muy oscura. Al final cerca del altar se hallaba un féretro de cristal, donde yacía un Cristo de tamaño natural, ensangrentado, con una corona de espinas real que durante las fiestas del patrono de la ciudad sacaban para pasearlo por las calles. La gente se arremolinaba para poder besarlo o tocarlo, gente venía de lugares muy lejanos para poder tener esa dicha, para obtener un milagro.
El Padre Vicente tenía en esa iglesia, por lo menos treinta años y tampoco le traía buenos recuerdos, de aspecto rudo y carácter fuerte el sacerdote era respetado por toda la ciudad. Tenía fama de muy caritativo, de ser un trabajador incansable. Era muy querido y solicitado. Sobre todo por las mujeres que lo encontraban atractivo. A pesar de sus sesenta años lucía fuerte y eso se lo debía al gusto por el ejercicio. Pero siempre le tuvo miedo y nunca le perdonó el que lo obligara a besar al Cristo ensangrentado, que parecía tan real que todavía se le aparecía en sus pesadillas.
Se encontraba en medio de toda esa gente que lo empujaba y apretaba, sentía que se asfixiaba, gritaba pidiendo ayuda; volteaba a ver hacia el Cristo que lo miraba y luego le tendía su mano ensangrentada, pero las personas lo seguían apretando hasta que no podía más y lo soltaba. Despertaba gritando o llorando.
“Era como besar a un muerto”, le contó alguna vez a su madre.
Por fin llegó a la iglesia y se estacionó cerca del enorme atrio. La puerta de madera era grandísima, reforzada con adornos de hierro. A Sánchez le parecía más bien que era la entrada de una prisión medieval. Dio un paso hacia adentro y de inmediato se oscureció. Miles de velas a los pies de las imágenes sagradas del lugar, eran la única iluminación. El olor a viejo le llenó las fosas nasales y no evitó estornudar.
Sin querer apagó unas velas que apenas si iluminaban a San Judas Tadeo y el eco de su estornudo se escuchó hasta el ultimo rincón. Recordó los días que iba a pedirle que lo ayudara a encontrar al asesino de su padre, aunque después le agradeció que no lo hubiera hecho. Casi al fondo, unas señoras vestidas de negro hacían fila para confesarse y hasta el final estaba la puerta que conducía a las oficinas del Padre Vicente.
Al lado de la puerta se hallaba sobre un altar, el féretro del Cristo que tanto miedo le daba en su niñez. Las escaleras estaban forradas con alfombra color rojo. En cada esquina había un florero, con tantas flores que mezcladas con el olor a humedad podían olerse hasta la entrada. Dos grandes velas eléctricas iluminaban el rostro ensangrentado, sintió como se erizaba el pelo de su nuca.
Caminó hasta la oficina, llamó tres veces y esperó a que le contestaran, no escuchó ninguna respuesta. Volvió a llamar, esta vez con mayor fuerza.
—Padre, soy el Teniente Sanchez, vengo a hablar con usted— gritó.
Un silencio sepulcral inundó la iglesia, todos voltearon a ver a Sánchez que tenía el puño levantado para volver a tocar la puerta.
—¿Alguien sabe si se encuentra el Padre Vicente? —le dijo a la gente que lo miraba con temor.
Pero nadie contestó, sólo una mujer asintió con la cabeza por lo que volvió a tocar, otra vez no obtuvo respuesta. Se alejó un poco y con todas sus fuerzas pateó la puerta para abrirla. El Padre Vicente si se encontraba en su oficina, pero no estaba vivo.

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